De la inteligencia y su uso en la empresa

Hace unos años, durante el boom de las compañías dot.com, estuvo de moda afirmar que los directores de información o chief information officers estaban en condiciones de convertirse en presidentes o chief executive officers de la compañía. Se pensaba que la perspectiva única, amplia y profunda, que poseía el CIO sobre la empresa, y sus conocimientos sobre Tecnologías de la Información, consideradas éstas como el factor decisivo de la ventaja competitiva, le cualificaban a él mejor, para llegar al puesto más elevado, que a los directivos que habían adoptado una ruta más tradicional para ascender en sus carreras profesionales.

En las empresas se ha venido hablando de la personalidad de los individuos, de sus currículos, de los tests de inteligencia clásicos (para la selección de personal), de la formación, de las habilidades personales, de la gestión por competencias y de otras muchas cosas, pero parece que ha habido cierta resistencia a hablar concretamente de la inteligencia emocional, a pesar de que circulaban algunos libros de éxito al respecto. Después de leer a Daniel Goleman, Robert K. Cooper y otros autores (también algunos europeos), asistí a una conferencia de la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD) —creo que fue en 1999—, en que ya se empezaba a vincular la inteligencia emocional con el ejercicio del liderazgo. Los ponentes admitieron que se había tardado en reconocer la importancia de la inteligencia emocional en las empresas, y lo hacían finalmente para vincularla al ejercicio del liderazgo, que fue quizá el gran buzzword de los 90, y que hoy empieza a suscitar reservas.
Uno pensaba que la inteligencia emocional —como la cognitiva— era cada vez más necesaria para todos, pero parecía bien que se empezara por los directivos. En cuanto al liderazgo, se había convertido en una buena fuente de ingresos para los gurús y las consultoras, y quizá la IE podía revitalizar el concepto. Sin duda el siglo XXI traería un nuevo perfil de los directivos, y quizá también —ya se decía igualmente— un nuevo perfil, más autónomo (también sonaba el empowerment y, desde luego, el trabajo en equipo), de muchos trabajadores. Recuerdo que me disgustaba la imagen del pastor y sus ovejas como reflejo del liderazgo, y prefería una concepción más contagiosa, de modo que todos nos lideráramos a nosotros mismos tras metas compartidas. Más que seguir al líder, creí que había que perseguir unas metas compartidas: quizá porque había leído a Senge antes que a Bennis; o quizá porque había leído demasiados libros de caballerías. Pero sí: se vinculaba la inteligencia emocional al liderazgo de los directivos.
Allí, en aquella conferencia organizada por la APD, entre otros gurús españoles (Mulder, Medina...), pude escuchar con satisfacción a José Antonio Marina, cuyos libros leo igualmente con gran placer, y que, tanto entonces como ahora, parece desmarcarse de la teoría de la inteligencia emocional, a la que considera una moda “iniciada por Salovey y lanzada al estrellato por Goleman”. “No hay, pues, una inteligencia cognitiva y una inteligencia emocional”, sostiene nuestro prestigioso ensayista en su último libro (La inteligencia fracasada, de Anagrama). No sé qué pensará de las inteligencias múltiples de Gardner, pero Marina considera inseparables el conocimiento y el afecto (dese amplio significado a estos significantes), de cara a su influencia en la acción. (La verdad es que en nuestra acción deben influir muchos factores difíciles de separar, y no creo que haya autores que cuestionen esto, aunque defiendan teorías no coincidentes).
Nuestro ensayista habla de dos niveles de inteligencia: la inteligencia estructural o computacional (“que se mide con tests”), y la inteligencia en acción, o inteligencia ejecutiva (“que no se mide por ahora con tests”). Parecía necesaria esta división, porque en el libro (que subtitula Teoría y práctica de la estupidez) habla del uso de la inteligencia, y nos dice: “La discrepancia entre ser inteligente y comportarse inteligentemente nos revela que entre ambos niveles hay un hiato, donde actúa un campo de fuerzas mal descrito, y esto abre un interesante y urgente campo de investigación”. Pues esta investigación, o al menos un vivo debate, creo yo, sería especialmente urgente en el área empresarial... Sin duda surgirá.
(Si me aceptan un paréntesis digresivo, les sugiero que, ante cualquier estudio de algo que les interese, no se queden con el primer autor que les cautive —por sus ideas o por su brillantez al exponerlas—, sino que lean más, se entreguen a la reflexión detenida, evalúen la consistencia de las tesis respectivas —quizá por las investigaciones que las avalan, pero, en general, cuiden sus criterios de evaluación—, eviten precipitarse, elaboren sus propias síntesis, y no dejen de poner en frecuente cuestión sus propias conclusiones. La Sociedad de la Información nos ofrece mucha de ésta, pero ninguna es definitiva; de la realidad no solemos percibir más que vistas parciales, e incluso nosotros mismos podemos padecer tendencias espurias a avanzar por caminos interesados. Pero, dicho esto, en el caso de la inteligencia creo que las teorías no son tan distantes como aparentan, y considero que mi modesta iniciación personal me ha permitido ir sumando, y nunca restando, al leer a diferentes autores, a menudo al borde de mi capacidad de comprensión

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