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El arbitraje como solución extrajudicial de los conflictos mercantiles

Sus ventajas: Ahorro de tiempo y de costes judiciales

El arbitraje extrajudicial se presenta como la mejor manera de resolver los conflictos que surgen entre las empresas, ya que evita las temidas dilaciones y costes de los procedimientos judiciales, aun con la posibilidad de tener que rechazar otras soluciones más favorables a largo plazo. Sin embargo, no está exento de riesgos, ya que aunque sus resoluciones tiene la fuerza de una sentencia, no admite la posibilidad de recurrir, salvo en los supuestos previstos en la Ley Procesal Civil.

Las empresas, dentro de la movilidad y celeridad bajo la que se desarrollan los acontecimientos comerciales, se encuentran en la necesidad de resolver con rapidez los conflictos que derivan de la propia actividad, sin que puedan aceptar esa dimensión que envuelve a estos problemas: el tiempo; por eso, cada día mas, determinados tipos de contratos mercantiles vienen introduciendo cláusulas de arbitraje para resolver los problemas futuros que puedan derivarse del cumplimiento contractual, a fin de evitar las dilaciones y costes de los procedimientos judiciales.
Se trata de viejos problemas que se plantean a partir de cierto momento y soluciones que se adoptan precisamente a partir de éste. Podemos decir, por tanto, que el motivo real que origina esta tendencia es precisamente, junto al carácter histórico de las decisiones judiciales, su falta de adecuación a las exigencias del mercado, por mucho que hayan podido reformarse las leyes procesales. Esto constituye un hecho universal y por eso el arbitraje se ha extendido como práctica en el tráfico mercantil internacional.
Este instrumento creado por el derecho constituye un intento de dar primacía al principio de autonomía de la voluntad de las partes para resolver de modo extrajudicial sus problemas, y supone, en definitiva, la intervención privada de terceros para fijar la solución más adecuada; las partes pueden siempre llegar a un acuerdo, con independencia de intervenciones judiciales o extrajudiciales; pero cuando esto no es posible, le quedan dos únicas soluciones, el ejercicio de acciones ante los Tribunales o el sometimiento a determinadas instancias de carácter privado, a través del procedimiento arbitral.
Ahora bien, sería un error creer que el arbitraje no está exento de riesgos, en la medida que sus resoluciones o laudos tienen la fuerza de una sentencia, contra los que no caben recursos, salvo el extraordinario de revisión para los supuestos previstos en la Ley procesal civil; es decir, el arbitraje es un modo de respuesta o si se quiere un mecanismo para resolver problemas, generalmente complejos, lo que demanda árbitros con la necesaria formación, especialización, prestigio y neutralidad, para dar el necesario carácter de eficiencia y justicia al sistema.
En nuestro país, la ley reguladora intenta plasmar el derecho de las personas naturales o jurídicas para someter, a la decisión de uno o varios árbitros, las cuestiones litigiosas surgidas o que puedan surgir en materias de libre disposición. Se trata así de un sometimiento expreso contractual con renuncia a fueros propios, para el análisis y resolución de las diferencias o problemas surgidos del contrato.
Al llegar aquí, conviene que nos detengamos en algunas consideraciones sobre el procedimiento, centrándonos en aquellos elementos que más directamente interese conocer, para fijar el marco vigente.
Ante todo es preciso recordar que no es posible acudir al sistema si las partes no lo acuerdan y que el procedimiento una vez iniciado, se rige por la voluntad de los interesados, la ley y por las normas establecidas por la Corporación, Asociación o Entidad a la que se haya encomendado la administración del arbitraje y, en defecto de ellas, por acuerdo de los árbitros.
El procedimiento está presidido por los principios de audiencia e igualdad, debiendo los árbitros practicar a instancia de las partes, o por propia iniciativa, las pruebas que estimen pertinentes, siempre que sean admisibles en derecho.
El plazo máximo para dictar el laudo, según la ley, es de seis meses, salvo que las partes acuerden otra cosa; en todo momento, anterior al laudo arbitral, pueden también las empresas o interesados, desistir del arbitraje, negociando entre ellas un acuerdo para dirimir sus diferencias, o suspender el procedimiento por tiempo determinado. En el laudo, los árbitros deben pronunciarse sobre los costos y gastos justificados, gastos de protocolización notarial del laudo y de las de pruebas y, en su caso, el coste del servicio prestado por la corporación o asociación que tenga encomendada la administración del arbitraje y que, regularmente son conocidos anticipadamente ya que se suelen incluir en sus respectivos reglamentos. Salvo acuerdo de las partes, cada una de ellas debe satisfacer los gastos efectuados a su instancia y los que sean comunes, por partes iguales, a no ser que los árbitros aprecien temeridad o mala fe en alguno de ellas.
Los laudos arbitrales extranjeros pueden ser ejecutados en España, conforme a los Tratados Internacionales y de acuerdo con los principios de reciprocidad, siguiendo para ello los cauces normativos establecidos para le ejecución de sentencias dictadas por Tribunales extranjeros, aunque, en algunos supuestos, como sucede en el Reglamento 44/2001 del Consejo de la Unión Europea, sobre ejecución de resoluciones judiciales en materia civil y mercantil, se excluya de su ámbito de aplicación, el arbitraje.
Entendemos según lo expuesto, que el procedimiento arbitral se fundamenta en tres principios o aspectos básicos.
En primer lugar, el principio, ya citado, de la autonomía de la voluntad que permite a las partes elegir la forma mas adecuada para resolver un problema, judicial o privadamente, e incluso deferir a un tercero para que designe quienes han de resolver la controversia. Estos terceros, son normalmente Corporaciones de derecho público o Asociaciones y Entidades privadas a quienes el derecho permite que las partes encomienden la organización y administración de servicios arbitrales, a través de reglamentos que deben protocolizarse notarialmente, para dotarles de la necesaria fijeza.
En segundo lugar, la fuerza de las resoluciones o laudos arbitrales ya que, cuando adquieren firmeza, constituyen títulos que llevan aparejada ejecución, al igual que las sentencias firmes, aún cuando en el supuesto de deudores solidarios, carecen de valor frente a los que no hubieran sido parte en el procedimiento.
En tercer lugar, siendo la causa próxima la solución del problema en su justa medida, la motivación real de las empresas, radica en la economía y celeridad del procedimiento. Los asuntos planteados por los cauces jurisdiccionales ordinarios se resuelven después de años de litigio y, en ese momento, ya nada es como era, y una multiplicidad de acontecimientos y elementos han cambiado sustancialmente la configuración, los objetivos e incluso el personal directivo de la empresa; la latencia del futuro se ha convertido en presente y determinadas realidades y contenidos pasados dejar de tener fuerza y vigencia.
En definitiva es el tiempo el que otorga la ventaja al arbitraje para la resolución de los conflictos en el vertiginoso mundo de los negocios, que se ven precisados a rechazar soluciones a largo plazo aunque pudieran resultar más favorables.

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